En una isla frente a un acantilado se alzaba majestuoso un faro. De día, sus blancos muros relucían con el sol, y de noche emitía una luz que, para los que estaban en la mar, apagaba las estrellas. Muchas personas visitaban el faro, y comentaban su altura y aspecto imponente, admirando la nota de belleza que añadía al paisaje circundante. Algunos contaban al farero que su luz los había salvado en alguna tormenta.
Todos amaban al faro, con una excepción: una pequeña lámpara de aceite que vivía en su interior. De día quedaba en el olvido al pie de las escaleras. Al anochecer ayudaba al farero a subir hasta la linterna. No era que la lámpara de aceite tuviera en menos su trabajo —sabía que cumplía un cometido—, pero vivir eclipsada por otro cuya luz era mucho más potente y podía llegar y ayudar a muchos más que una humilde lámpara de aceite era una idea muy dolorosa.
Si la lámpara de aceite hubiera sido otra cosa —digamos, una escoba— no tendría tantos motivos para envidiar al faro; su función habría sido muy diferente. Pero como los dos tenían por objeto alumbrar el camino a otros, a la lámpara de aceite le parecía que se quedaba muy corta. A su juicio, sus defectos se agrandaban por la inmediatez de alguien mucho más mayor. Ese pesar siempre le amargó su trabajo.
Un día, después de una tarde particularmente soleada en que muchos habían jugado en las arenas de la isla, alguien tocó a la puerta. Era un niño que buscaba a un amigo al que había perdido de vista mientras jugaban. El sol ya se había puesto, y las que horas antes eran playas acogedoras se veían oscuras e inquietantes. ¿Lo ayudaría el amable farero a encontrar a su amigo?
El farero hizo pasar al muchacho y, tras envolverlo en una manta, se puso su abrigo para resguardarse aquella fría noche.
Seguidamente, descolgó la pequeña lámpara de aceite que estaba entre la puerta y las escaleras. Luego de verificar que la mecha estaba empapada en el aceite y el depósito lleno, encendió la lámpara y le dijo en voz baja: «Fiel amiga, esta noche tienes que alumbrar bien. No puedo llevarme el faro. Él cumple su función aquí; tú estás hecha para ocasiones como esta. ¡Ahora es cuando más falta me haces!»
En ese instante, todos los recelos de la lámpara se disolvieron con la alegría de saber que había una misión que solo ella podía cumplir.
A lo largo de la noche, mientras pasaba por zarzas y arbustos, alumbró más intensa y constante que nunca. El farero contaba con ella, y no podía defraudarlo. Al final, encontraron al chico y lo llevaron sano y salvo al faro, donde estaba su amigo.
La lámpara de aceite no volvió a quejarse de su lugar ni de su función. Aquella noche había aprendido algo muy importante: era más feliz y más útil siendo quien era.
También tú tienes una misión concreta y un lugar que nadie más puede ocupar. Aunque otros se luzcan más por tener mayores talentos o ejercer más influencia, el Farero de nuestro corazón, con Su gran amor omnisciente, tuvo Sus motivos para hacerte como eres. Jamás pienses que tu luz es demasiado débil para hacerse sentir.
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«Vosotros sois la luz del mundo. Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de una vasija, sino sobre el candelero para que alumbre a todos los que están en la casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos.» -Mateo 5:14-16
Fuente: conectate.org
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